Entre lo heredado y lo aprendido Florecen las contradicciones Y la paz a veces Es apenas un estorbo complaciente El escándalo de la belleza Convoca a la nostalgia Esa quietud que vibra Hasta la destrucción

Hay mujeres cuya belleza florece tarde. Como aquella que, un buen día, empezó a ser guapa y ya no paró. Mientras las demás nos adentrábamos indecisas en la madurez, sin dejar de buscar en el suelo las miguitas que nos permitieran volver a casa, ella navegaba a toda vela, mascarón de proa por delante, la espuma de su ruta disolviéndose tras ella, sin ninguna preocupación por el retorno. Ay, ay, ay… ay,ay. Los pájaros se lo han comido todo, nos decimos unas a otras. Y mientras, ella navega.
Una paloma joven y gorda se pasea por la balaustrada del balcón. El plumaje de su pecho tiene un matiz irisado, como nácar de caracola. Qué raro, pienso, esos tornasoles de sus plumas. Ayer también me sorprendió el matiz malva de la fachada de mi casa, que objetivamente es de color gris claro. Algo pasa, me digo, el edificio entero y sus moradores se desvanece en una nebulosa y vamos a cruzar un umbral hacia una nueva realidad cósmica donde todos seremos fantasmagorías de color pastel. Pero unos minutos más tarde, una mirlita parda y delgada recorre el mismo camino a toda velocidad. En la terraza, su brillante compañero de pico amarillo rebusca el desayuno en las macetas. Una pareja práctica que me tranquiliza. Luz y pájaros, eso es todo, sorpresas que caen del cielo. El umbral de la primavera está próximo.
Salgo a la terraza, podo los rosales, arranco unas malas yerbas, me miro las uñas: están negras. Entro en casa, me lavo las manos, me cepillo las uñas. Visto bueno y a la cocina. Preparo unos calamares, en su tinta. Me miro las uñas: están negras. Me lavo y cepillo de nuevo. Menos mal, pienso, que ahora dibujo con tiza. Por lo menos no se me pondrán las uñas negras.
Creo que, de tan poco salir de casa, estoy perdiendo la costumbre de caminar, es decir, de poner un pie delante del otro para mi propia automoción. Solo así puedo explicar la extraordinaria caída de ayer. Hacía mucho que no comprobaba empíricamente la dureza real del mundo, su misma existencia física diría incluso, y me alegra poder proclamar que sí, que el mundo sigue ahí, a nuestros pies, por muy en las nubes que llevemos la cabeza.
Otra cosa que me alegra es haber podido constatar que mi cuerpo aún reacciona y se pone en cámara lenta mientras cae, analizando los puntos débiles, los objetos circundantes y la mejor postura para el aterrizaje. Así, mientras me precipitaba cuan larga soy hacia delante, pude hacer una estimación de riesgos, poner las manos y levantar bien la cabeza. Diréis que eso se hace de manera instintiva, y no lo niego, pero en los tres o cuatro últimos accidentes con tortazo final que he padecido me he podido dar cuenta de cómo el cuerpo concentra su energía en los puntos más vulnerables a tal velocidad que el movimiento de protección subsiguiente es tan espontáneo como analítico. Acción-reacción, sí, pero entre ambos, un momento maravilloso de lucidez.
La tercera cosa que me ha hecho feliz ha sido ver que la gente aún reacciona ante la caída en desgracia de un semejante (siempre que la situación no se prolongue demasiado, sospecho). Nada más tocar el suelo ya tenía a cinco personas a mi alrededor, y eso que hay menos viandantes que de costumbre. Estoy bien, gracias, estoy bien… Y era verdad, solo tenía que sacudirme un poco el polvo de las manos y de la gabardina. Pero más cierto aún era que tenía ganas de salir corriendo. Mi cerebro, un poco sacudido con el impacto de la caída, me mandaba huir como si aquellas personas que acudían en mi ayuda mientras me levantaba lo más airosamente posible del suelo fueran, en realidad, cinco leones dispuestos a cobrarse la pieza caída. Ay, cuando baja a ras de suelo mi mente ve solo amenazas.
Y aún hay un cuarto motivo de alegría: parece que con el golpetazo las lumbares, tras diez meses de dolor insidioso, han aflojado un poco y casi no me molestan. Si el alivio resulta duradero tendré que estudiar el sistema del planchazo como terapia de choque. Mientras el cuerpo aguante, claro.
Llevo toda la mañana corriendo y necesito consuelo. A punto de llegar al estudio me desvío de mi camino y enfilo hacia la pastelería, tres manzanas (¿manzanas?, no gracias) más allá. Mouse de queso y arándanos, milhojas de merengue, súper palmeras con dos coberturas diferentes… Mi voz interior de madre me reprende: “Un capricho un día, vale, pero no te pases. Además, es casi la hora de comer”. Un poco enfurruñada, me decido por un cruasán. Estoy pagando cuando alguien entra diciendo “Una de picos”. Veinticuatro años, pienso de inmediato. Miro, pero no puedo verle la cara porque lleva echada la capucha de la chupa, una cazadora de paño con cuadros grandes en tonos grises, forrada de borrego. Cruzo la puerta de la calle y me planto en el semáforo. “Una de picos”, resuena en mi cabeza. Es una voz increíblemente atractiva. Me doy la vuelta, pero está de espaldas, frente a la barra de la pastelería. Quiero esperar para verle salir, pero al mismo tiempo tengo prisa y el semáforo se pone verde para los peatones. La calle es estrecha, calculo que me dará tiempo a verlo si me vuelvo nada más cruzar, pero ya es tarde, camina en dirección opuesta mostrando su rostro a todos, menos a mí. Y con la imagen garbosa de su alta figura y un suspiro en lo hondo, giro sobre mis talones y camino hacia el estudio, “una de picos” resonando en mi cabeza mientras un escaparate me devuelve mi imagen, gabardina negra, bolso naranja, la coleta cada vez más blanca pendiente abajo entre mis omoplatos, e intento recordar cuántas veces he sentido la momentánea seducción de una voz. Ya no sé si ha sido su juventud o la mía quien ha llamado hoy a mi puerta con una barra de pan bajo el brazo.
Y de repente, todo se ha agolpado en mi cabeza en este amanecer sin freno. De repente todo ha venido a echarme un chal sobre los hombros porque temblaba de vacío sin darme cuenta. Y así lo entendí, de súbito: soy hija de Todo y Nada.
Creo que no había dormido ni una hora cuando me despertó un ruido extraño. Era como si lloviera sobre el motor de un coche en marcha y el sonido se mezclaba con la insistente repetición mental de una frase que no se resignaba a quedarse en el mundo de los sueños. En el silencio del toque de queda aquel ruido parecía crecer más y más. La confusión hacía que se me acelerase el corazón. Recordé que mi madre me había dicho que iba a llover, pero no, no llovía, el suelo de la terraza estaba seco, podía verlo por una rendija debajo de la persiana.
El ruido venía del cuarto de baño. Hacía décadas que no pensaba en ello, pero se me vino a la cabeza el recuerdo de aquel compañero de colegio que murió cuando yo tenía unos diez años. Cada vez que entraba en el baño rogaba por que su espíritu no anduviera por ahí, me daba mucho pudor. Decidí entonces no creer en fantasmas, negarles su identidad plasmática, su unicidad, su personalidad. Pero ahora me estaba entrando miedo e hice justamente aquello que a las chicas de las películas les decimos que no hagan con un susurro angustiado: no entres ahí, no entres.
Ya decía yo, cuando me instalaron la ducha con efecto lluvia, que a mí me bastaba con la manual de toda la vida. Daba la sensación de que alguien hubiera abierto el grifo, pero no, era la condensación que habitualmente se produce en el tubo y que termina por gotear, solo que esta vez, más que gotear, el agua caía a chorros y el vientre de la bañera multiplicaba el ruido con furor. Aunque también puede que un fantasma se quedara dormido en la alcachofa y se escurriera por los agujeros sin poderlo remediar.
Me levanto temprano confiando en la ayuda divina, pero no estoy tranquila. Me tiembla el pulso y no puedo dibujar. Si escribo a mano, los palos de las letras se me tuercen. ¿Será que bebo mucho té? Noto pequeños serpenteos eléctricos y presión en la cabeza. Me abrazo a mi gato, que ronronea suavemente entre mis brazos, frente a la pantalla del ordenador. Mira Paquito, le digo, el mundo es enorme, pero a ti y a mí, ahora mismo, solo nos hace falta un cachito de mesa. El sigue a lo suyo, con la cadencia de una barca que se mece en una cala cualquier día de verano. Ya estoy mejor.
Esta mañana podía haberme quedado despierta, pero me he ido a dormir, porque mañana, en nuestro idioma, es un futuro anticipado desde que abrimos los ojos, una contradicción latente con algo de confusión de género gramatical, se entiende. La mañana, el mañana, mañana… ¡Dilo! Es la masticación del tiempo, una urgencia que se agota en su propio no llegar. Mejor pasarla durmiendo y por la tarde ¡Ay, la tarde! Después de la siesta ya es… tarde. Ese fragmento del día, nombrado para morir desde su propio nacimiento. ¿Qué queda entonces, sino dormir y esperar a mañana, el eco cuyo volumen no mengua?