Fantasma acuático

Creo que no había dormido ni una hora cuando me despertó un ruido extraño. Era como si lloviera sobre el motor de un coche en marcha y el sonido se mezclaba con la insistente repetición mental de una frase que no se resignaba a quedarse en el mundo de los sueños. En el silencio del toque de queda aquel ruido parecía crecer más y más. La confusión hacía que se me acelerase el corazón. Recordé que mi madre me había dicho que iba a llover, pero no, no llovía, el suelo de la terraza estaba seco, podía verlo por una rendija debajo de la persiana.

El ruido venía del cuarto de baño. Hacía décadas que no pensaba en ello, pero se me vino a la cabeza el recuerdo de aquel compañero de colegio que murió cuando yo tenía unos diez años. Cada vez que entraba en el baño rogaba por que su espíritu no anduviera por ahí, me daba mucho pudor. Decidí entonces no creer en fantasmas, negarles su identidad plasmática, su unicidad, su personalidad. Pero ahora me estaba entrando miedo e hice justamente aquello que a las chicas de las películas les decimos que no hagan con un susurro angustiado: no entres ahí, no entres.

Ya decía yo, cuando me instalaron la ducha con efecto lluvia, que a mí me bastaba con la manual de toda la vida. Daba la sensación de que alguien hubiera abierto el grifo, pero no, era la condensación que habitualmente se produce en el tubo y que termina por gotear, solo que esta vez, más que gotear, el agua caía a chorros y el vientre de la bañera multiplicaba el ruido con furor. Aunque también puede que un fantasma se quedara dormido en la alcachofa y se escurriera por los agujeros sin poderlo remediar.

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