Si en mi árbol genealógico retrocedo veinticuatro generaciones en línea directa hasta encontrarme, en el año mil ciento y pico, con mi ilustre antepasado Otto I van Bentheim van Rheineck, conde de Bentheim (estado del Sacro Imperio Romano Germánico, localizado en la esquina suroccidental de la actual Baja Sajonia, según la Wikipedia), y desde allí salto a la rama de su hermano y desciendo de nuevo las veinticuatro generaciones entre los terciopelos y oropeles de diversos condes y duques, e incluso de una reina regente, me doy de bruces con Lydia Corbett, más conocida como Sylvette o “la chica de la cola de caballo”, que, desprovista de títulos y retratos oficiales desde cuatrocientos años antes de su nacimiento quedó sin embargo inmortalizada para la posteridad nada menos que por Pablo Picasso, de modo que, si no su nombre, por lo menos su apodo y su rostro son más conocido que los de cualquiera de sus sangreazulados tatara-tatarabuelos.
Picasso hizo a Lydia/Sylvette más de sesenta retratos y, en el silencio de las sesiones de posado, ella empezó a dibujar. Fue una transformación profunda. Cuando empezó a pintar y a exponer, lo hizo con el nombre con que la bautizó Picasso y el apellido de su segundo marido, para evitar el aura de musa. Pero un artista debe saber borrar sus huellas, no basta con cambiarse el apellido. Picasso lo sabía y por eso, en los estudios de sus amigos, entraba descalzo y salía de puntillas. Sylvette, en cambio, es inevitablemente picassiana (además de chagalliana y matissiana). Como decía Jaqueline, “Picasso no era el sol, pero era la sombra del sol”. Una sombra alargada, alargadísima. O, en mis propias palabras: la sombra de Picasso es un coñasso.