Miro, con la paciencia de la nieve que se posa
una vez y otra, para convertirse en agua.
Con fingida inocencia, sin más propósito
que extenderse, se posa
cubriéndolo todo de preguntas blancas,
como si no supiera dónde, como si no supiera qué, como si no supiera cómo.
Hay un árbol del que cuelgan espejitos redondos
que tintinean y se empañan antes de quebrarse
con un ruido similar al del hielo que se resquebraja
en la superficie del lago, y el agua que corre por debajo
es como la que gotea de las ramas, solo que negra y honda.
Y llegados a este punto, miro, y vuelvo a estirar el velo
sobre el paisaje descompuesto, esperando
otro resultado tras la nevada nueva.