Cada mañana, en ayunas,
tu nombre en cápsulas.
Cada mañana, en ayunas,
tu nombre en cápsulas.
Nada más entrar en la feria, te encuentras de cara a la Sra. Botella y te dices a ti misma: “Hostís, por aquí campan a sus anchas los fantasmas”, y te entra una, no sé cómo decirlo, ¿angustia?… congoja más bien, y avanzas con el corazón en un puño, cerrado, cerrado, que como está dentro del pecho ni Ana ni nadie lo va a ver y nadie te lo va a censurar o a echar en cara con un guiño de complicidad, que para este caso viene a ser lo mismo. Y ocurre lo que tiene que ocurrir, que te vas encontrando con fantasmas y más fantasmas, y lo bueno que tienen los fantasmas es que se atraviesan unos a otros sin siquiera verse ni mirarse. Y es entonces cuando te das cuenta de que eres uno de ellos y de que por eso no te tropiezas con todas las cosas que andan tiradas por ahí, en el suelo, ni te reflejas en el cristal de los cuadros -bueno, por eso y porque no están enmarcados- y tiras de “gafas de lejos” para ver los nombres de los artistas antes de llegar al stand y te das cuenta de que ya no están ahí, escritos como antes a ras del suelo. “Ya no están en el están”, te dices, “¡hay que ver!”, y todo es muy contradictorio porque lo que hay que ver ya no se sabe de quién es y todo se parece muchísimo y si quisieras comprar algo necesitarías que un dependiente te orientara como en una ferretería porque los nombres de los artistas ya no están, como tampoco están ya nunca ellos de cuerpo presente, porque ahora todos somos fantasmas y el empleado de limpieza que se pasea con una mopa para borrar las huellas de la gente tiene muy poco trabajo. Y por eso Ana Botella y yo pensamos, como Julio Iglesias, que “las obras quedan, las gentes se van”, y nos paseamos tan campantes entre los demás fantasmas. Y si no fuera porque me duele la cabeza, todo estaría bien.
Este apunte de SS es de hace por lo menos veinte años, de un curso al que ambos asistimos con un artista que seguramente es hoy menos famoso que él.
A veces me pongo un poco zen y me digo a mí misma “No anticipes, quédate en el presente”. A este mensaje, que me llega desde no se sabe dónde y suele acompañarse con visiones de flor de loto, se le impone de inmediato una réplica que claramente procede del lado izquierdo del cerebro: “¡Ándate con ojo! Si no anticipas luego tendrás que improvisar”. Casi involuntariamente estoy empezando a visualizar un tercer ojo cuando alza la voz el lado derecho de mi adormecida materia gris: “Sí, sí, improvisa ¡Nos gusta improvisar!”. Todas las neuronas de ese lado saltan y brincan exaltadas, mi cuerpo se escora mientras las células heredadas de mis antepasados latinos corean: “No anticipes, nos gusta improvisar, quédate en el presente”. Es entonces cuando mi ADN sueco pide educadamente la palabra e intenta opinar: “La previsión es fundamental para mantener el orden, estimadas amigas del sur; por favor, volved a vuestros puestos antes de que tengamos que lamentar una desgracia ¿Tenemos suficientes botes salvavidas?”. Pero las alborotadoras han tomado casi todas las posiciones y corretean levantiscas por cubierta al grito de “¡Improvisa el presente!”. Yo estoy mareada y con la cabeza como un bombo, y lo único que soy capaz de visualizar es una flor de loto que se sumerge cual submarino. Necesito tranquilizarme, ¿enciendo un palito de incienso o me tomo un Lexatin? Entonces el demonio que suele venir a posarse sobre mi hombro izquierdo susurra: “El día libre, tómate el día libre ‘mi arma’”. Lo único que puedo hacer ante la presión del medio es ceder.
Me quedo en casa y me agazapo.
Mi alma es un tren nocturno
que viaja hacia mañana.