Cuando se despertó, la cocina aún estaba sin recoger. Al abrir los ojos había sentido su cuerpo como cuando tenía veinte años y pesaba veinticinco kilos menos. Bajaba por el Paseo del Cisne hacia la peluquería y notaba el roce del pantalón de pinzas en sus caderas, bien marcadas las crestas ilíacas. Recordó aquella vez en que le hicieron una radiografía del vientre y cómo, tumbada como estaba en la camilla, no era posible colocar del todo bien la máquina porque se chocaba contra los huesos. Aquel día, el de la peluquería, caminando bajo el suave sol de primavera, se le había puesto un nudo en el estómago al pasar junto al comedor social. Con un suspiro abrió la nevera y sacó el roscón relleno de nata. Mañana, pensó, tendré que ponerme a régimen.