¿Os he contado ya que odio el teléfono? Uno de los primeros trabajos que tuve en mis años de facultad fue haciendo encuestas telefónicas para un centro de estudios estadísticos. Nos sentábamos diez o doce chicas alrededor de una mesa enorme de reunión que ocupaba casi toda la sala y hablábamos, preguntábamos, convencíamos, durante cinco horas todas las tardes. Unos pocos años después, trabajé en la centralita de una empresa de… telefonía. Fue justo antes de que iniciaran la producción de teléfonos móviles.
Mi madre es de esa generación que, para cualquier indagación, cogía el bolso y el abrigo y se dirigía a la autoridad competente. Lo cuentas ahora y parece mentira, no creo que ninguna persona de menos de cuarenta años se lo pueda imaginar. ¿Qué querías saber lo que necesitabas para renovar el DNI? Te ibas a hacer cola. ¿Qué necesitabas saber cómo iba la inflación? A la cola. ¿Qué necesitabas tu vida laboral? Bueno, yo creo que eso ni siquiera se le facilitaba al ciudadano. Y así todo. Yo la miraba como a una marciana cuando descubrí que la mayor parte de los organismos tenían un número de información y, no solo eso, a medida que los ochenta avanzaban cada vez era más fácil que en esos números descolgaran el teléfono y te resolvieran alguna duda. Por ejemplo, a dónde tenías que ir a hacer cola para no andar dando vueltas a lo tonto. Así que durante una temporada, el teléfono fue mi juguete y las guías telefónicas una increíble fuente de información. Pero eso fue antes de lo de las encuestas.
A principios de los noventa el teléfono de casa sonaba constantemente. Debíamos de tener una vida social muy activa. Yo, por entonces, ya me mostraba más bien parca y delegaba en mi pareja en cuestiones de comunicación, pero tenía un par de amigas que eran grandes habladoras. Una de ellas, especialmente, era una parlanchina nata que ni siquiera tenía teléfono en casa, pero era capaz de hacer acopio de monedas y estar dos horas de pie en una cabina para dar salida a su verborrea mientras yo contestaba con monosílabos, más que nada porque no me dejaba espacio para más. En el exterior de la cabina, grupos malhumorados de frustrados usuarios reclamaban su derecho a la comunicación. Cuántas discusiones se hubiera ahorrado mi amiga si hubiera habido locutorios por aquella época.
¡Y cuánto dinero me habría ahorrado yo si no se hubieran inventado los móviles! Me gusta agotar la vida de los aparatos electrónicos, pero las compañías no me dejan con tanto invento y tanta novedad, y mis hijos tampoco. No puedo ni recordar la cantidad de móviles que han roto, perdido o que les han robado durante su adolescencia, y que yo reponía con ansiedad de madre que quiere tener a sus hijos localizados. Ahora, sin embargo, parece que las cosas ya se han estabilizado un poco y con suerte no entrarán móviles nuevos en casa durante una buena temporada.
A propósito, acabamos de renovar el fijo.
1991. Cuando el teléfono no sonaba, el gato aprovechaba para echar una siesta.