Esta es la puerta de mi casa

Tengo un dibujo de Emilio Zurita Alvarez y me he hecho a mí misma el regalo de escribirme algo al respecto:

Esta es la puerta de mi casa
abierta al llano de Escania
y al cielo de La Mancha.
Este es el rojo de mis párpados
cuando los cierro y sueño despierta
con mi campo emocional
y mi hogar sin techo,
el firme dintel de la entrada
y un paisaje sin nada
que se pueda definir con palabras,
un lugar sin descripción
que sin más transcurre
en mi interior.

 

Gracias Emilio!

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«Obra a ciegas» de Emilio Zurita, 2017

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A punto de ocultarse

A punto de ocultarse tras el horizonte, esta tarde el sol ha querido escapar a su destino y ha buscado refugio en mi casa.

Ciento cuarenta y nueve mil seiscientos kilómetros ha recorrido en el frío espacio azul de la galaxia (eso ha dicho, aunque creo que exagera porque estamos en febrero), los últimos doscientos metros alargando sus brazos naranjas a lo largo de la calle de enfrente, para colarse por el balcón en el salón y obligar a la planta de la esquina a hacer sombra sobre la pared, seguro de ser recogido, en quiebro diagonal, por el cristal de la puerta de la cocina, y luego, por el de la vitrina. Todo muy calculado. Se ve que llevaba tiempo planeando esta escapada.

Allí me lo he encontrado, y no estaba solo, que se había llevado la sombra de la pachira consigo, como el visitante que llega con un regalo. Les gustó mucho, por cierto, el presente a mis tazas tailandesas, pero no abrieron la puerta, y allí se quedó el pobre, pegado al cristal con su ramo en las manos mientras se iba poniendo cada vez más rojo, no se sabe si de ira o de desaparición.

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Cadáveres de San Valentín

Sus rostros fueron lo primero

que iluminó el sol de la mañana,

los cadáveres de San Valentín en las ventanas

atisbando un improbable amanecer,

resaca del día de los enamorados,

expectativas quebradas, esperanzas vanas.

Sus pisadas fueron las primeras

en recorrer las aceras,

los zombis de San Valentin

en las barras de los bares,

muertos del día anterior,

tensos como el pan seco.

Frente a un café con leche

y un dónut con la boca abierta,

sus manos fueron las primeras

en llevar la cuenta con los dedos.

Cuántas veces San Valentín

les ha llevado al paredón,

les ha mandado fusilar

no sin antes tomar la foto de su soledad

frente al muro con el cartel de “sin amor”

colgado del cuello y orejas de burro.

Los supervivientes sin vida de San Valentín,

cualquier otro día del año

pasan desapercibidos,

pero no el día después

del día de los enamorados.

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En cambio, estos dos llevan más de cincuenta años felizmente juntos.

Errante

Desde que he abrazado lo errático como propio, me muevo menos que nunca. Es errático lo que se mueve sin rumbo fijo o sin asentarse en ningún lugar. Errante. Pero por mucho que mentalmente yerre, paso largas horas aquí sentada, sin alejarme de este punto fijo más allá de unos pocos barrios.

Menos ayer. Ayer tuve que ir hasta casi el final de la calle Alcalá. Tenía que salir del metro en Torre Arias, pero me bajé en Suances y así pude ver, en la distancia, el campo, y más allá el telón de fondo de unas montañas diferentes a las del Guadarrama, que atisbo cada día desde la atalaya de mi balcón, unas veces encapotadas de nubes, otras de nieve, las más de las veces mostrando reposadamente su blando contorno más o menos azul.

Pero el vacío que diviso frente a mí caminando por Alcalá mientras el viento me congela las orejas, es extrañamente plano, como si estuviera casi al mismo nivel que mis ojos. Es la zona del Jarama, y detrás, las estribaciones de la Serranía de Cuenca, El Sistema Ibérico casi confluyendo con el Sistema Central en un choque geológicamente desacompasado. Al parecer las cordilleras no surgen como las setas, todas más o menos por la misma época, pues mientras el Sistema Ibérico se formó en el Paleozoico, el Central no se elevó hasta el Cenozoico, lo cual supone una diferencia de edad de doscientos veinticinco millones de años y una indudable juventud del Sistema Central, puesto que el Cenozoico acabó hace “tan solo” dos millones de años. Yo hubiera supuesto que una cordillera joven sería más abrupta y espinosa, por así decirlo, pero se ve que en orografía el aspecto y el carácter no tienen que ver tanto con la edad como con el material geológico. También hay que tener en cuenta que no conozco bien la montaña porque, como he dicho, errar, lo que se dice errar, físicamente yerro poco, pero me equivoco mucho.

Al parecer, los que vivimos a la sombra del Sistema Central, nos negamos a referirnos a él en su conjunto y distinguimos hasta treinta y una sierras, cada una de ellas tan importante como la distancia que las separa de nuestra casa o de nuestro corazón. Algunas de estas sierras se adentran en Portugal, ese territorio de querencia hispana con el que muchos soñamos de vez en cuando. El mapa físico que consulto señala cinco -la Sierra de Ayllón, la de Somosierra, la de Guadarrama, la de Gredos y la de Gata- antes de que la cordillera se decolore a su paso por la frontera del país vecino.

Pero ayer, ya bien rebasado en el frío de la mañana invernal el número quinientos de la calle Alcalá, observando el paisaje que se abría ante mis ojos, me sentí en el límite del  mundo conocido, como un navegante en Finisterre, como un astronauta fuera de la nave, y al pasar junto al gran edificio de Porcelanosa me convencí de haber entrado en un hiperespacio y di gracias por esa misma calle Alcalá que pisaba sintiendo que, ante cualquier imprevisto, era el túnel que me llevaría de nuevo a casa, en un viaje recto y vertiginoso hacia mi pequeño universo doméstico.

 

 

Odio el teléfono

¿Os he contado ya que odio el teléfono? Uno de los primeros trabajos que tuve en mis años de facultad fue haciendo encuestas telefónicas para un centro de estudios estadísticos. Nos sentábamos diez o doce chicas alrededor de una mesa enorme de reunión que ocupaba casi toda la sala y hablábamos, preguntábamos, convencíamos, durante cinco horas todas las tardes. Unos pocos años después, trabajé en la centralita de una empresa de… telefonía. Fue justo antes de que iniciaran la producción de teléfonos móviles.

Mi madre es de esa generación que, para cualquier indagación, cogía el bolso y el abrigo y se dirigía a la autoridad competente. Lo cuentas ahora y parece mentira, no creo que ninguna persona de menos de cuarenta años se lo pueda imaginar. ¿Qué querías saber lo que necesitabas para renovar el DNI? Te ibas a hacer cola. ¿Qué necesitabas saber cómo iba la inflación? A la cola. ¿Qué necesitabas tu vida laboral? Bueno, yo creo que eso ni siquiera se le facilitaba al ciudadano. Y así todo. Yo la miraba como a una marciana cuando descubrí que la mayor parte de los organismos tenían un número de información y, no solo eso, a medida que los ochenta avanzaban cada vez era más fácil que en esos números descolgaran el teléfono y te resolvieran alguna duda. Por ejemplo, a dónde tenías que ir a hacer cola para no andar dando vueltas a lo tonto. Así que durante una temporada, el teléfono fue mi juguete y las guías telefónicas una increíble fuente de información. Pero eso fue antes de lo de las encuestas.

A principios de los noventa el teléfono de casa sonaba constantemente. Debíamos de tener una vida social muy activa. Yo, por entonces, ya me mostraba más bien parca y delegaba en mi pareja en cuestiones de comunicación, pero tenía un par de amigas que eran grandes habladoras. Una de ellas, especialmente, era una parlanchina nata que ni siquiera tenía teléfono en casa, pero era capaz de hacer acopio de monedas y estar dos horas de pie en una cabina para dar salida a su verborrea mientras yo contestaba con monosílabos, más que nada porque no me dejaba espacio para más. En el exterior de la cabina, grupos malhumorados de frustrados usuarios reclamaban su derecho a la comunicación. Cuántas discusiones se hubiera ahorrado mi amiga si hubiera habido locutorios por aquella época.

¡Y cuánto dinero me habría ahorrado yo si no se hubieran inventado los móviles! Me gusta agotar la vida de los aparatos electrónicos, pero las compañías no me dejan con tanto invento y tanta novedad, y mis hijos tampoco. No puedo ni recordar la cantidad de móviles que han roto, perdido o que les han robado durante su adolescencia, y que yo reponía con ansiedad de madre que quiere tener a sus hijos localizados. Ahora, sin embargo, parece que las cosas ya se han estabilizado un poco y con suerte no entrarán móviles nuevos en casa durante una buena temporada.

A propósito, acabamos de renovar el fijo.

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1991. Cuando el teléfono no sonaba, el gato aprovechaba para echar una siesta.

El desayuno

Me estaba preparando el desayuno y al pelar la manzana me acordé de cuando a un amigo le dio por estudiar astronomía y nos hablaba de las dimensiones enrolladas. A mí lo de la dimensión enrollada me hacía pensar en las clases de filosofía, otra ciencia que no llega a penetrar en mi cerebro ni gustándome. La culpa es de la lógica, que a veces lo es y otras solo lo parece. Y si entramos en el terreno de la lógica cuántica, ya ni te cuento. Ahí ya solo puedo darle la razón a mi interlocutor en plan maño: “cuantica razón tienes”. Ah, los maños, esos grandes pensadores: la propia logica cuantica, la matematica, la estetica, la dialectica… ¿Cómo no iba yo a enamorarme de un maño? Siempre lo he dicho: si me pierdo, buscadme en Aragón. Cuando mis hijos eran pequeños, teníamos uno de esos hules con el mapa de España en la mesa de la cocina. Así aprendieron las provincias y sus capitales. Mi hija de mayor quería tener una granja en Zaragoza, porque en el mapa era verde y eso le parecía prometedor. Yo le pedía que me llevara con ella para ayudarla a echar de comer a las gallinas… pitas, pitas… Aún me puedo imaginar recogiendo huevos tibios y saliendo al fresco de la noche a soñar otras dimensiones, enrolladas o no. Pero los sueños infantiles suelen quedar atrás, ya no habrá granja, aunque por suerte otros sueños nos acompañan, o más bien nos preceden: los sueños van siempre por delante, aunque no queramos verlos. Y yo he dormido mal, el sábado está nublado y tonto y mientras corto la manzana me acuerdo de una canción que le encanta a mi aragonés más querido:

Said the Apple to the orange:

“Oh I wanted you to come

Close to me and kiss me to the core

Then you may know me like no other orange

Has never done before”

(A Small Fruit Song, Al Stewart)
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Del rosa al amarillo

Cuando la televisión no tenía tantos canales y las familias no estaban sometidas a la tiranía de los espacios infantiles, a los niños no nos quedaba más remedio, sobre todo en las noches de verano, aquellas noches sin aire acondicionado en que te dejaban quedarte a ver la tele con las ventanas abiertas de par en par, que observar el mundo en blanco y negro de los adultos. Con seis o siete años, repantigada sobre la barriga de mi padre, solía ver un par de series infantiles que a los demás les aburrían (una de ellas era Pan Tau, otra Professor Balthazar), pero también muchas películas, ya entrada la noche. Entre ellas, una me impresionó especialmente: “Del rosa al amarillo” de Manuel Summers. Por no romper la magia, no la he vuelto a ver. Esa película es el 63, el año que nací, pero por la tele, claro, la pasaban mucho más tarde, no como ahora. Ahora…

Ahora, en la mediana edad, o casi en la mitad de mi vida puesto que, ya lo he dicho otras veces, me propongo vivir cien años, voy de una ventana a otra en el salón de mi casa y no puedo dejar de acordarme de aquella película. Quizás sea el momento de volver a verla.

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