Desde que he abrazado lo errático como propio, me muevo menos que nunca. Es errático lo que se mueve sin rumbo fijo o sin asentarse en ningún lugar. Errante. Pero por mucho que mentalmente yerre, paso largas horas aquí sentada, sin alejarme de este punto fijo más allá de unos pocos barrios.
Menos ayer. Ayer tuve que ir hasta casi el final de la calle Alcalá. Tenía que salir del metro en Torre Arias, pero me bajé en Suances y así pude ver, en la distancia, el campo, y más allá el telón de fondo de unas montañas diferentes a las del Guadarrama, que atisbo cada día desde la atalaya de mi balcón, unas veces encapotadas de nubes, otras de nieve, las más de las veces mostrando reposadamente su blando contorno más o menos azul.
Pero el vacío que diviso frente a mí caminando por Alcalá mientras el viento me congela las orejas, es extrañamente plano, como si estuviera casi al mismo nivel que mis ojos. Es la zona del Jarama, y detrás, las estribaciones de la Serranía de Cuenca, El Sistema Ibérico casi confluyendo con el Sistema Central en un choque geológicamente desacompasado. Al parecer las cordilleras no surgen como las setas, todas más o menos por la misma época, pues mientras el Sistema Ibérico se formó en el Paleozoico, el Central no se elevó hasta el Cenozoico, lo cual supone una diferencia de edad de doscientos veinticinco millones de años y una indudable juventud del Sistema Central, puesto que el Cenozoico acabó hace “tan solo” dos millones de años. Yo hubiera supuesto que una cordillera joven sería más abrupta y espinosa, por así decirlo, pero se ve que en orografía el aspecto y el carácter no tienen que ver tanto con la edad como con el material geológico. También hay que tener en cuenta que no conozco bien la montaña porque, como he dicho, errar, lo que se dice errar, físicamente yerro poco, pero me equivoco mucho.
Al parecer, los que vivimos a la sombra del Sistema Central, nos negamos a referirnos a él en su conjunto y distinguimos hasta treinta y una sierras, cada una de ellas tan importante como la distancia que las separa de nuestra casa o de nuestro corazón. Algunas de estas sierras se adentran en Portugal, ese territorio de querencia hispana con el que muchos soñamos de vez en cuando. El mapa físico que consulto señala cinco -la Sierra de Ayllón, la de Somosierra, la de Guadarrama, la de Gredos y la de Gata- antes de que la cordillera se decolore a su paso por la frontera del país vecino.
Pero ayer, ya bien rebasado en el frío de la mañana invernal el número quinientos de la calle Alcalá, observando el paisaje que se abría ante mis ojos, me sentí en el límite del mundo conocido, como un navegante en Finisterre, como un astronauta fuera de la nave, y al pasar junto al gran edificio de Porcelanosa me convencí de haber entrado en un hiperespacio y di gracias por esa misma calle Alcalá que pisaba sintiendo que, ante cualquier imprevisto, era el túnel que me llevaría de nuevo a casa, en un viaje recto y vertiginoso hacia mi pequeño universo doméstico.