Guardar cama era el precio.
Guardar cama y ese desayuno,
el tazón humeante, las galletas,
todas esas migas entre las sábanas,
todas esas pequeñas arrugas
desafiando a las plantas de tus pies,
el edredón que se cae de lado,
el pijama que se retuerce,
y nunca almohadas suficientes…
Tantas horas guardando cama,
las mismas que una a una
-lengua, matemáticas, educación física-
se deslizan tras otras ventanas
mientras la olla exprés silba en la cocina.
Guardar cama y un caldito
-antes de que se enfríe, cariño-
y esa modorra en el resplandor
del mediodía de invierno,
siesta involuntaria,
propósito doblegado
de no acompañar a la casa en su silencio,
en ese irse la luz del mundo,
del día que ya habrá pasado cuando despiertes
a la hora de la merienda.
y ya no seas diferente,
porque todos meriendan en sus casas.
Pero tú guardas cama
y no sales a jugar, ni a ver la tele.
Por favor, quiero cenar en la mesa.
No puede ser, no puede ser.
Y a la luz de la bombilla
agotas la dicha de faltar al cole
y el tormento de guardar cama.
Nunca más, nunca más,
me lo prometo,
cuando sea mayor,
nunca jamás. Hasta ahora.
Está claro que los años
nos devuelven a la infancia.