De nuevo hace su aparición
el amanecer,
pálido como el bostezo de una vela,
cansado
de perseguirse a sí mismo,
de cronometrarse,
trecientos sesenta y cinco días,
uno tras otro,
alrededor del mundo.
Justo al salir el sol
la temperatura baja un grado
y el público rehén, paralizado,
asiste impotente al previsible desfile
de malvas y de rosas
en el ciclorama del cielo de verano.
Cambio trescientos sesenta y cuatro amaneceres
por un solo anochecer de fuego
y una noche de estrellas fugaces.