Como en un trance hipnótico, desde hace tres días me despierta un nombre. Es un nombre inventado en sueños, diferente cada vez, que se queda flotando a mi alrededor durante unos instantes al abrir los ojos y luego se desvanece. Hoy ha aparecido demasiado pronto, lo suficiente para constatar que ya no amanece a las seis de la mañana. Ya clarea y no me duermo, así que decido dar un paseo con el perro. Hay nubes en el sureste y llevo el pelo mojado, pero no hace nada de fresco. Al pasar junto al teatro se oye un golpeteo insistente, como un batir, que viene de dentro. A lo lejos veo al conserje de mi edificio paseando a su perro. Un hombre pule el latón de la puerta giratoria del hotel de la esquina y yo ya he tomado la bocacalle. En la siguiente esquina suelto a Danka que todo lo huele y lo inspecciona. Hace tiempo que no pasamos por aquí y se impone un reconocimiento olfativo.
La calle de la Bola está desierta, no se ve un alma, no se oye un ruido, solo unas voces lejanas. Hay silencio, y me doy cuenta de que eso es lo que he venido a buscar, unos pocos metros recorridos en silencio. En la parte baja de la calle hay un grupo de edificios con un gran patio trasero, decadente, que apenas se atisba desde sus dos grandes portones casi siempre cerrados. Hoy ambos están abiertos, la vegetación ha desaparecido y la parte más cercana a los edificios la ocupan mesas y sombrillas de líneas puras, perfectamente nuevas. Parece la terraza de un restaurante. El resto está en obras. Un joven vigilante de seguridad se queda mirando a Danka y le hace un gesto amigable con la mano. Es africano, su piel es tan oscura que al pasar solo distingo los ojos. Me gustan sus ojos. Nos decimos hola.
Bordeamos la plaza de Ópera y hacemos un cambio de planes: los Jardines de Sabatini están cerrados y nos dirigimos directamente a Plaza de España. Danka sigue suelta. “Espera”. “Cruza”. Pequeñas ordenes para una rutina asimilada que seguimos practicando a diario, no vaya a ser que la olvide. Como con los niños. Y mientras la veo caminar frente a mí, la punta blanca de su cola como una pluma volandera, pienso en los que duermen entre cartones bajo los magnolios de Sabatini, encerrados, quizás protegidos, por las puertas que aún no se han abierto.
Recorremos el lateral de la plaza un par de veces, y me siento un momento en un banco para aliviar mi dolor de espalda, que últimamente tarda un par de horas en desentumecerse. De repente Danka se da cuenta de que no estoy cerca y me busca con la mirada. Le parece que esto se sale de lo normal y se pega a mis piernas. Quiero que camine, así que me levanto, y nos metemos por detrás del Senado. Una furgoneta de Correos se acerca marcha atrás. “Coche”, digo, y Danka viene a mi lado. Hoy está excepcionalmente obediente.
Calle del Reloj, calle de la Bola, Leganitos, Santo Domingo. Un hombre recoge una colilla junto al bordillo y se la lleva a los labios. Va vestido como cualquiera. Todos somos cualquiera, también yo, que aspiro a lo extraordinario.
Madrid de mis amores, siempre me decepcionas.