Plas, plas, plas… por la calle del Carmen

Plas, plas, plas, plas… por la calle del Carmen. Lo que oís es el golpeteo de mis chanclas. No debería, ya lo sé, pero no renuncio. Rebajas en las zapaterías… me resisto, me complace la sensación de que no necesito nada.  Todo es un déjà vu: la cola en Doña Manolita, la gente desayunando en las terrazas, el ir y venir de propios y extraños. En Sol, turistas y sol a plomo. Me escurro hacia la acera en sombra de Carrera de San Jerónimo. Primer día de fisioterápia, Taller de Espalda lo llaman, en el ambulatorio.  En el paso de cebra una furgoneta me mete prisa. “Si tuviera veinte años –protesta una voz interior- me dejarías pasar tranquilamente solo por darte el gusto de mirarme el culo. Te fastidias, no pienso correr”… plas, plas, plas… Llego a tiempo, pero nos hacen esperar. Colchonetas al suelo, ejercicios: “Respirad con el diafragma”. Me inflo como un pez globo. “Rodillas al pecho”. Me enrosco como un bicho bola. Me divierte hacer algo en grupo. Llevo días pensando que algo raro está ocurriendo: a pesar de los dolores, el sobrepeso y la, digamos, cada vez mayor degeneración estructural de la edad, no me sentía tan a gusto con mi cuerpo desde que con cinco años jugaba a la sirenita de Copenague sobre una roca en una playa del Báltico, una playa de arena blanca como los cisnes que nadaban entre sus insignificantes olas…”el mar de  labios delgados”, que diría Octavio Paz, esas olas diminutas, como las de la Isleta del Moro, que besan la playa con un ruido apenas audible, plas… plas… plas…, como de chancla. Hace ya un rato que no me entero de nada de lo que dice el fisioterapeuta.

Cuerpo

Sin título, 1995

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