La marquesina del cine Capitol

La  marquesina del cine Capitol, el anuncio de Schweppes, el luminoso del chaflán de la FNAC y el de la pared de El Corte Inglés: por una vez están todos apagados y Callao vuelve a ser lo que era hace tan solo tres años, cuando el anuncio de tónica era el dueño de la plaza y a todos nos parecía bien por su aire vintage que lo eleva al nivel de lo artístico. Todo apagado hoy, viernes por la noche a las tres de la mañana, un ligero toque de oscuridad en este centro que nunca duerme porque el Ayuntamiento no quiere que duerma, porque hay que fomentar el ocio, el consumo y el turismo, porque nos da igual que ni siquiera a los pájaros les baste con meter la cabeza debajo del ala o que las plantas crean que tienen que estar haciendo fotosíntesis veinticuatro horas al día. Nadie sabe por qué está todo apagado hoy, viernes por la noche a las tres de la mañana, como si los transeúntes del último viernes de agosto se merecieran menos que los del viernes pasado o los del viernes que viene. Os digo yo que no, que se merecen lo mismo, que son los mismos seres embriagados y gritones de siempre, los mismos que piensan que hoy, viernes por la noche a las tres de la mañana, la noche es suya, la Gran Vía es suya y su diversión es la tuya.

Viernes por la noche a las tres de la mañana… Vaya expresión. No me extraña que no sepamos ni cuándo encender la luces.

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Una vez encontré un trébol

Una vez encontré un trébol de cuatro hojas en el césped de una piscina.

También encontré otro, conservado en aironfix, en una acera.

Encontré un anillo de oro con las iniciales de la yaya en el terraplén seco de un pantano.

Y en una ocasión, encontré una perla en una lata de almejas.

Se me da bien encontrar fósiles de erizo.

Y restos de cerámica antigua.

¡Encontré al hombre perfecto!

Soy buena encontrando.

Por eso no entiendo

por qué no puedo encontrar las gafas.

De nuevo hace su aparición

De nuevo hace su aparición

el amanecer,

pálido como el bostezo de una vela,

cansado

de perseguirse a sí mismo,

de cronometrarse,

trecientos sesenta y cinco días,

uno tras otro,

alrededor del mundo.

Justo al salir el sol

la temperatura baja un grado

y el público rehén, paralizado,

asiste impotente al previsible desfile

de malvas y de rosas

en el ciclorama del cielo de verano.

Cambio trescientos sesenta y cuatro amaneceres

por un solo anochecer de fuego

y una noche de estrellas fugaces.

De vez en cuando alguna señorita

De vez en cuando alguna señorita con una talla trescientos de sujetador y algún muchacho depilado hasta el extremo (es un suponer, me he dejado llevar por la imaginación) me piden amistad en Facebook.  No tenemos amigos comunes, así que la curiosidad me arrastra e investigo un poco a los propietarios y propietarias de tan turgente anatomía. Las fotos suelen ser una interminable sucesión de selfies tan aburridos y parecidos entre sí como un acordeón de postales de las cuevas de Nerja. Y sus muros rezuman estrógenos y testosterona tan visiblemente expuestos como un post-it en la puerta de la nevera. Viéndoles una se hace una idea clara –sí, lo que voy a decir es una burrada- de lo que los militares consideran carne de cañón (estar cañón es otra cosa, queridos).

Llegados a este punto, surge mi instinto maternal y me  pregunto: ¿Habrán sido niños alguna vez? ¿Habrá algo de humano bajo esa plastificación de serie? ¿O son solo modelos estándar de placer virtual creados por un algoritmo desvitaminado? Si son humanos y esa es su imagen soñada ¿bajo qué circunstancias han llegado a imaginarse a sí mismos así? ¿Qué creen que ofrecen? ¿Qué creen que necesitan? Cuidado Ángela, si te ablandas: por ahí te pillan.

Entonces me pregunto por qué me piden amistad ¡a mí! ¿Qué han visto? ¿Qué han pensado? ¿En qué parte de su cerebro me han ubicado como posible mamacita? ¿Qué casualidades les han llevado a mi perfil? Si el azar existe ¿por qué no me toca la lotería? Por favor, que me toque El Gordo y no El Inflado.

Niños míos, jovencitos henchidos de silicona y anabolizantes, almas perdidas en la perpetuación de la carne, prematuramente embalsamados, supervivientes de no se sabe qué batallas y naufragios: sacad el periscopio y observad la soledad de este mar plagado de seres que aguantan la respiración debajo del agua. Nadie os va a dar un poco de su oxígeno.

Y yo no os voy a dar amistad. Allá donde estéis, en Brasil, en Cuba… tendréis que seguir buscando a la señora mayor que os saque en volandas. No soy yo.

Recordando a Teresa

 

Recordando a Teresa, nuestro último encuentro, su vitalidad, su energía.

 

Caminantes del agua que no dejan huella

somos para la tierra. Para el aire, semilla que vuela.

Somos hojas y pétalos que caen, sembradores de nostalgia.

Somos para el recuerdo la sonrisa del futuro.

Pero…

Somos de lo que no hay, Teresa.

Somos la bomba, nosotras, las madres,

las amantes, las hijas, las hermanas,

las amigas, el círculo perfecto,

la perfecta sabiduría,

la comprensión,

el desvelo.

Somos nosotras, Teresa,

las mujeres,

y a veces lloramos.

Como hoy.

 

Vuela alto, Teresa.

Como en un trance hipnótico

Como en un trance hipnótico, desde hace tres días me despierta un nombre. Es un nombre inventado en sueños, diferente cada vez, que se queda flotando a mi alrededor durante unos instantes al abrir los ojos y luego se desvanece. Hoy ha aparecido demasiado pronto, lo suficiente para constatar que ya no amanece a las seis de la mañana. Ya clarea y no me duermo, así que decido dar un paseo con el perro. Hay nubes en el sureste y llevo el pelo mojado, pero no hace nada de fresco. Al pasar junto al teatro se oye un golpeteo insistente, como un batir, que viene de dentro. A lo lejos veo al conserje de mi edificio paseando a su perro. Un hombre pule el latón de la puerta giratoria del hotel de la esquina y yo ya he tomado la bocacalle. En la siguiente esquina suelto a Danka que todo lo huele y lo inspecciona. Hace tiempo que no pasamos por aquí y se impone un reconocimiento olfativo.

La calle de la Bola está desierta, no se ve un alma, no se oye un ruido, solo unas voces lejanas. Hay silencio, y me doy cuenta de que eso es lo que he venido a buscar, unos pocos metros recorridos en silencio. En la parte baja de la calle hay un grupo de edificios con un gran patio trasero, decadente, que apenas se atisba desde sus dos grandes portones casi siempre cerrados. Hoy ambos están abiertos, la vegetación ha desaparecido y la parte más cercana a los edificios la ocupan mesas y sombrillas de líneas puras, perfectamente nuevas. Parece la terraza de un restaurante. El resto está en obras. Un joven vigilante de seguridad se queda mirando a Danka y le hace un gesto amigable con la mano. Es africano, su piel es tan oscura que al pasar solo distingo los ojos. Me gustan sus ojos. Nos decimos hola.

Bordeamos la plaza de Ópera y hacemos un cambio de planes: los Jardines de Sabatini están cerrados y nos dirigimos directamente a Plaza de España. Danka sigue suelta. “Espera”. “Cruza”. Pequeñas ordenes para una rutina asimilada que seguimos practicando a diario, no vaya a ser que la olvide. Como con los niños. Y mientras la veo caminar frente a mí, la punta blanca de su cola como una pluma volandera, pienso en los que duermen entre cartones bajo los magnolios de Sabatini, encerrados, quizás protegidos, por las puertas que aún no se han abierto.

Recorremos el lateral de la plaza un par de veces, y me siento un momento en un banco para aliviar mi dolor de espalda, que últimamente tarda un par de horas en desentumecerse. De repente Danka se da cuenta de que no estoy cerca y me busca con la mirada. Le parece que esto se sale de lo normal y se pega a mis piernas. Quiero que camine, así que me levanto, y nos metemos por detrás del Senado. Una furgoneta de Correos se acerca marcha atrás. “Coche”, digo, y Danka viene a mi lado. Hoy está excepcionalmente obediente.

Calle del Reloj, calle de la Bola, Leganitos, Santo Domingo. Un hombre recoge una colilla junto al bordillo y se la lleva a los labios. Va vestido como cualquiera. Todos somos cualquiera, también yo, que aspiro a lo extraordinario.

Madrid de mis amores, siempre me decepcionas.

Distraída como de costumbre

Distraída como de costumbre, estoy incómoda y no sé por qué hasta que me doy cuenta de que mi compañero de asiento duerme con la mochila entre las piernas, despatarrado como si estuviera en una cama king-size. Perdona, le digo, es que casi no quepo, ¿te importaría…?. Tarda un poco en reaccionar, pero luego es rápido: es que soy ancho, replica, mientras recompone la postura. Es un alfeñique, así que, o quiere molestarme o tiene una imagen distorsionada de sí mismo, o las dos cosas, pero me inclino por la primera. Decido no darme por aludida y dejarle con sus pensamientos. En los asientos cercanos solo hay mujeres. Al cabo de un rato abraza su mochila y cruza las piernas. Me río para mis adentros y hago una muesca en mi pared mental. Este mes ya van dos.

Sol de mediodía en Madrid

Sol de mediodía en Madrid. Me cruzo con una familia que huele a coco. Por un momento me teletransporto a la playa. Dura un segundo y el rumor de las olas vuelve a ser el fragor del tráfico. La gente anda con paso cansino por las calles atestadas del centro y yo zigzagueo entre ellos.

Uno capta clientes frente a una cafetería.

Dos caminan cogidos de la mano.

Tres ramonean en un escaparate.

Cuatro charlan en la boca del metro.

Cinco se paran a consultar un mapa.

Seis se juntan alrededor de una zanja.

Siete esperan en la parada del autobús.

Ocho van mirando hacia arriba.

Nueve buscan al guía con la mirada.

Diez despiden a una amiga que se casa.

A tapar la calle, que no pase nadie…