Voy al súper. Preparando exposición, en medio de las faenas del día, no me queda más remedio que ir precisamente a mediodía. Sé que me tomará tiempo llenar el carrito para que toda la familia aguante un par de semanas. No hace frío, pero la luz es de invierno.
Me siento ligeramente hambrienta y me detengo a comer algo rápido, y en este caso «rápido» significa «malo»: malo para el cuerpo y quizás para el espíritu, pero barato-barato. No he estado aquí desde el 27 de enero: lo sé porque ese día escribí algo que conservo fechado. Desde la planta alta, instalada junto a los ventanales, observo la plaza mientras desempaqueto mi comida barata. Un cálido vapor asciende hasta mi cara al retirar el papel. Abajo, junto al banco, unas mujeres con pañuelos en la cabeza y batas de felpa a modo de abrigo se disponen también a comer algo frío que sacan de un rebujo.
«Reconfortante», pienso al dar el primer mordisco al alimento blando y caliente, un poco adormecida con la calefacción que se concentra en esa planta. Y entonces se opera la transformación. De repente, mi ligero apetito se convierte en un hambre feroz, una voracidad insaciable, un deseo absoluto de comida y calor y una necesidad inagotable de ser permanentemente reconfortada y bendecida con la diaria satisfacción de mis necesidades. Se me viene a la cabeza la imagen de un cachorro de león, completamente embadurnado en sangre, lamido y relamido por su madre después del festín en un documental de La 2. Aunque estoy prácticamente sola allá arriba, intento no perder los modales y terminar mi hamburguesa con decoro y elegancia, pero estoy completamente alterada por esta súbita revelación del hambre que, más que mía, parece el hambre del mundo.
Finalmente no he comido mucho, pero me pesa la tripa como al lobo relleno de piedras que fue a ahogar su sed en el lago y terminó en el oscuro fango del fondo.
Fango, fondo, mundo… Las mujeres de la bata de felpa van por la misma calle que yo, con la mano extendida. Camino pensando en la comida basura, que mata el hambre pero despierta el ansia, y me prometo a mí misma no volver a abandonar la dieta mediterránea.