Desde ayer, mi hijo es mayor de edad. Como madre no pude evitar sentir el paso y el peso de estos dieciocho años de amor profundo.
En casa tenemos la suerte de poder compartir el mediodía a diario, y la de ayer fue una comida especialmente divertida. Después, la sorpresa del terremoto. Si fuéramos gente de otra época, mi hijo lo habría tomado como un presagio y yo como la consecuencia inmediata de mis corrientes emocionales. Habríamos corrido a consultar al augur o al chamán, confundidos y alarmados por las supuestas relaciones causa-efecto.
O quizás nos hubiéramos puesto a meditar acerca de la felicidad y la fugacidad, o sobre la apreciación de lo cotidiano frente al desconocido abismo del futuro.
En vez de eso pusimos la radio, consultamos Internet y nos enteramos de los datos.
Han pasado las horas y vuelvo a ser una insomne. El día y sus faenas desaparecen, pero queda ese sentimiento que tiene algo de ruido imbatible, subterráneamente fiero, que, inexplicablemente, no fue la causa del terremoto. En el silencio de la noche el amor materno retoma su forma más arcaica, puro pensamiento mágico.