Anoche fui a recoger a mi hijo al aeropuerto. Llegué pronto, pero no me importó, porque me encanta observar a los viajeros que regresan. Los mejores encuentros: un pastor belga que recibe a su dueño; una niña de tres años que recibe a su madre; un novio, a cuya mediocre belleza la emoción de la espera añade un atractivo extraordinario; una pareja que no sabe por dónde empezar a besarse; una chica con abrigo caro y mochila de diseño que mira a su alrededor y se queda perpleja como un usb sin puerto (entonces aparecen sus cuatro amigas y se forma una melé espontánea); la familia numerosa curtida en momentos de aeropuerto que espera a pocos pasos de las puertas de la calle: su viajero les busca en la distancia, como un navegante que aún no ha tocado tierra. Desembarca la tripulación, las azafatas con abrigos amarillos y moños aerodinámicos de serie, rodeando a los pilotos como escoltas en formación migratoria. Llega mi hijo y procuro no abochornarle. Me pincha con la barba.